El Cuiscuis, Emeterio Cerro. Ilustración de Luis
Pereyra. 1985
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Un elemento discontinuo irrumpe en esa superficie inerte. Una boca casi femenina, como maquillada y atravesada por una luz. Un raro brillo que casi desmiente la muerte. Como si el deseo vibrara aún en esos labios. Es que deseo y muerte quedan plasmados, indisolubles, en el momento último del caballero: “…sus cejas tremulantes de deseo se suspenden erectas al infinito…”
La cabeza como suspendida con el mentón y el cuello engrosados con trazos negros. Un negro desmesurado, ominoso. Un ojo abierto, pero caído, opaco, no ve ni deja ver. El otro cerrado. Pestañas fragmentadas, mejillas que semejan tajos y bordes remarcados. En fin, una imagen que incomoda. Acaso la del rictus de la muerte. Bordes negrísimos que develan el blanco del más allá de esa frontera. El de la ausencia del cuerpo. Blancos y ausencia en una poética sostenida en el vacío.