El zoo de cristal, Tennessee Williams |
El drama de Otelo no puede concebirse sin el pañuelo de la
sospecha, el mundo frágil de Laura Wingfield se patentiza en su colección de
animalitos de cristal. Los objetos de la escena no son superfluos. Inanimados,
tienen el privilegio de vehiculizar el arte del actor, de ingresar en un mundo Otro, el universo poético del
teatro. Viven en la póiesis del teatro.
Esto me retrotrae a una experiencia personal. En el final de
una pieza teatral que no viene a cuento, la protagonista increpa vehemente a su
amante blandiendo una carta, al parecer cargada de revelaciones. Furiosa, la
estruja y la arroja al piso. Allí queda. Des-cartada. Silenciosa.
La obra concluye. La actriz
avanza y aparta con el pie, descuidadamente, lo que fue la carta de la
discordia, la que tanta pasión había desatado. Ahora es sólo un bollo de papel
que se atraviesa en su camino al saludo final. Un residuo.
Sentí un desgarro. Fue como una muerte. Un gesto apenas me
enfrentó brutalmente con la inexorabilidad del teatro perdido. Destino fatal de
los objetos de la escena, morir al cabo de cada función.
En su Magdalena del
Ojón, Emeterio Cerro juega brillantemente con esta dialéctica vida/muerte de los objetos de la
escena. Los actores se valen de toda suerte de elementos que arrojan una vez
utilizados. Abandonados, se amontonan en el escenario.
Des-investidos, despojados de su ropaje de ilusión, devienen
meros desechos.
Pero, en la escena final, Cerro se atreve más allá. Dos
personajes nuevos concentran la acción teatral y, por el fondo del escenario,
la galería de personajes que hasta entonces habían animado la escena, aparecen
amontonados en una carretilla. Como objetos descartados. Como personajes vaciados.
Cuerpos secos. Cuerpos de utilería.