Pompeyo Audivert y Horacio Peña en El Crítico, TMGSM |
“Existen cualidades -escribe Jean Paul Sartre- que nos llegan sólo por los juicios de los demás”. Un artista, en tanto hacedor de objetos simbólicos, debe enfrentar la valoración social de su obra; puede rechazarla o aceptarla, pero no ignorarla. En su pieza teatral El Crítico (si pudiera cantar me salvaría), Juan Mayorga propone una suerte de elipse: en un extremo el artista, en el otro el crítico. El recorrido, un duelo dialéctico entre ambos. Duelo sin concesiones. La escena es el campo de poder, diría Bourdieu, donde se juega este combate en el que cada uno pretende dominar al otro.
Volodia es el consagrado crítico teatral que vuelve a casa después de una función y se dispone ceremoniosamente a escribir la crítica de lo que ha visto. Pero es interrumpido, en rigor, perturbado por la inesperada visita del autor, Scarpa, un dramaturgo que ha vivido pendiente de la voz autorizada de Volodia. Éste no es un mero evaluador, sino una suerte de segundo autor cuya mirada completa la obra.
Esta noche, la mirada se invierte. El dramaturgo pretende observar cómo el crítico escribe su reseña. Pero este encuentro se parece mucho a un reto, una provocación. El autor busca la aprobación del crítico. O su destronamiento. Dos actores excepcionales, Horacio Peña y Pompeyo Audivert, son los pugilistas que intercambian palabras como golpes y ponen el cuerpo en esta contienda sobre el escenario. Los ojos son estiletes; las palabras, tajos.
Hasta aquí la obra discurre como una confrontación apasionada entre dos contendientes de un campo de poder intelectual. Hasta que Mayorga introduce un elemento extraño a este discurso teatral: la vida (la vida cruda, casi indisimuladamente no poética) intrusa la escena.
Volodia cuestiona fuertemente al personaje femenino de la obra. Esa mujer que retrata el dramaturgo, dice, es una mentira y delata su profundo desconocimiento del universo femenino. El autor defiende su creación y atribuye el problema a la mala interpretación de la actriz. Hay aquí una trampa. Mayorga introduce un desvío de algún modo perverso en este juego de fuerzas entre dramaturgo y crítico. Scarpa, inesperadamente, infiltra una variable de otro orden que drásticamente altera el plano de la discusión. La realidad intrusa la escena. El personaje es una copia de una mujer real. Y no cualquier mujer. El crítico trastabilla. La escena trastabilla, lo “real” la ha desbaratado.
Este giro discursivo, de algún modo, debilita la potencia de la propuesta. De un planteo universal se desvía hacia uno singular. De uno teatral a otro de una “realidad” impostora.
En todo caso, está claro que una verdad de la vida es falsa en el teatro. La verdad del teatro se construye necesariamente como una verdad otra.