Hay quien dijo que lo más profundo es la piel. Como sea, la piel es la frontera con el mundo. La superficie de la belleza y el lugar de las heridas. Aunque lo disimule, el ojo también es piel. Una particularmente vulnerable. El exterior/interior se organiza en la mirada. Este espacio tiene que ver con la construcción de un modo de mirar. Una forma de subjetividad a través de un modo de mirar teatro.

sábado, 30 de junio de 2012

Serie Cerro. La mirada en la máscara


Roberto López en Las guaranís
Emeterio Cerro
 Bauen, Buenos Aires, 1996.
 
Delirio poético, desenfado, hiperbólico son algunos de los calificativos frecuentes cuando de la dramaturgia de Emeterio Cerro se trata. Como Las Guaranís, su última obra, en la que un grupo de mujeres pueblerinas argumenta sobre el origen y exterminio de los guaraníes.
Roberto López, uno de los intérpretes más destacados de este teatro, es una de ellas, “Argentina”.
En la composición del personaje resalta un maquillaje de cejas destacadas y labios remarcados, de un rojo ineludible. Un volumen agregado realza las mejillas y alarga la nariz. Un tono de piel sobrepuesto a la piel. Un rostro construido. Casi una máscara. 
En la máscara se patentiza una ausencia, la ausencia  de la identidad. Hay un vaciado, una desaparición de la rostridad en la cristalización de un gesto. Un maquillaje que exacerba bordes y volúmenes. Emeterio trabaja sobre este borde, esta desmesura. El artificio en primer plano.
Entre el maquillaje y la cara, entre el actor y el personaje hay un hueco: el lugar de la representación, diría Marcos Rozensvaig. La capa de maquillaje tapa la piel. No ve ni se deja ver. Pero tras ese muro asoma un resquicio, la piel permeable, libre. La mirada luminosa y tierna del actor. El interior que asoma, que atraviesa capas y construye subjetividad, se revela en los ojos. Ojos que son piel. Piel expuesta acaso como esos brazos velludos y sin afeites. Allí hay trabajo. Máscara y ojos. Exterior /interior se articulan en un entramado que resulta en la cuidada mujer que pone a vivir el actor.
“Argentina”/López. Artificial. Paródica. Conmovedora.

jueves, 14 de junio de 2012

La materia de los sueños


Tempeste. Centro Cultural de la Cooperación
Lo primero es el naufragio. Una tormenta de lienzos traslúcidos y sonoridades habita el escenario. Minúsculos hombrecitos transparentes son arrastrados por un mar enfurecido. Este  murmullo de telas, pliegues y texturas, es la propuesta del grupo teatral Ensamble Tempeste y su recreación de La tempestad de William Shakespeare.
“El hombre que se desplaza modifica las formas que lo circundan”, dice Borges. Es cierto, aquí los actores forman escenografías que se despliegan a su paso. El propio cuerpo, ese lugar absoluto, el puro topos, es en esta estética cuerpo-espacio, cuerpo-ilusión. Los cuerpos de sus actores manipulan y son manipulados. Se expanden en cuerpos imposibles. Actores devenidos títeres, devenidos retablo.
Para  gozar plenamente de este teatro, el espectador debe dejarse llevar por el devenir de formas que se mueven. Shakespeare fragmentado vuelve en un lenguaje otro. Lo sobrenatural, lo mítico, el amor, las traiciones, la humanidad a la intemperie. Todo está ahí, en formas que se disuelven y reconfiguran. Se articulan teatro físico, danza y marionetas.
Títeres transparentes de cabezas multiformes marchan a intervalos despertando la risa cómplice del público. Su marcha, rígida y confusa, contrasta con  los otros personajes que se mueven como lazos. Sobre Próspero, envuelto en telas transparentes,  flamea una bandera de tela sutil que flota en el aire. El flamear a veces cambia el dibujo.
Lo mágico está en las figuras que se transfiguran. Ariel, el espíritu del aire al servicio del soberano, se desmaterializa, deviene luz. En oposición a Calibán, apegado a la tierra. Fernando, hijo del rey de Nápoles, estalla en un grito detrás de la tela. Sus formas se crispan. Fantasmagóricas. Miranda, la hija de Próspero, tan etérea con su traje con cintas que se derraman, tiene un aura de libélula. Danza su amor con Fernando. Sus pies se entrelazan encadenando su deseo. 
En el texto original, Próspero entierra su vara y resigna su poder. Aquí, es despojado de su transparencia. Como privado de la magia y la poesía, se vuelve una figura oscura, un titiritero que abandona la escena.

domingo, 3 de junio de 2012

El látigo y el espejo

Frontispice d’Élomire hypocondre
Molière suivant l’enseignement de 
Scaramouche, Comédie Française
Estas dos figuras espejadas son nada menos que Scaramouche y Molière. La imagen corresponde a un panfleto denominado Élomire hipocondríaco (Élomire es el anagrama de Molière), la portada de una obra mediocre escrita deliberadamente para irritar al dramaturgo que en sus obras ataca ferozmente a los médicos. La leyenda inferior indica: Scaramouche maestro, Élomire estudiante. Más allá de su evidente intención paródica tiene un sesgo de verdad.  
De chico, Jean-Baptiste Poquelin (1622-1673) cruza de la mano de su abuelo el Pont Neuf hasta la feria del Saint Germain a ver las bufonerías de los saltimbanquis. Acaso son estas experiencias las que despiertan su pasión por el teatro. Como sea, el inicio de su carrera actoral está marcado por la Commedia dell’Arte que revitaliza el teatro francés con su gestualidad y sus frescas improvisaciones. Esto, mal visto por los academicistas, seduce a Molière. Admira a Tiberio Fiorelli (1608-1694), Scaramouche o Scaramuccia, que sale a escena completamente vestido de negro, “negro como la noche”. Le pide lecciones. 
Años después circula este libelo. Scaramouche, látigo en mano, obliga a su alumno a reproducir sus muecas. Molière sostiene un espejo que le devuelve su imagen refleja, una mueca burda que no condice con su rostro. La estampa burlona lo presenta totalmente dominado, intentando remedar torpemente los gestos de su maestro. Pero un perspicaz admirador del teatrista podría bien leer otra cosa.
La clave está en el látigo y en el espejo. La intimidación  que comporta  la presencia de un látigo expresa aquí  la tensión entre la imposición del modelo y el atravesamiento de ese patrón por el cuerpo del actor. El espejo, testigo infiel de los gestos del comediante, evidencia que el discípulo busca su imagen, su propia mirada a partir de la cual crear el personaje. Molière no es un imitador. Desdoblado en  espectador, se interroga. Como si buscara mirar lo que miran quienes lo miran. Este “estudiante”  no es meramente la versión fallida de su profesor. La imagen espejada miente.