Roberto López en Las
guaranís,
Emeterio Cerro
Bauen, Buenos Aires, 1996.
|
Delirio
poético, desenfado, hiperbólico son
algunos de los calificativos frecuentes cuando de la dramaturgia de Emeterio
Cerro se trata. Como Las Guaranís, su
última obra, en la que un grupo de mujeres pueblerinas argumenta sobre el
origen y exterminio de los guaraníes.
Roberto
López, uno de los intérpretes más destacados de este teatro, es una de ellas,
“Argentina”.
En
la composición del personaje resalta un maquillaje de cejas destacadas y labios
remarcados, de un rojo ineludible. Un volumen agregado realza las mejillas y
alarga la nariz. Un tono de piel sobrepuesto a la piel. Un rostro construido.
Casi una máscara.
En la máscara se patentiza una ausencia, la ausencia de la identidad. Hay un vaciado, una
desaparición de la rostridad en la cristalización de un gesto. Un maquillaje
que exacerba bordes y volúmenes. Emeterio trabaja sobre este borde, esta
desmesura. El artificio en primer plano.
Entre el maquillaje y
la cara, entre el actor y el personaje hay un hueco: el lugar de la
representación, diría Marcos Rozensvaig. La capa de maquillaje tapa la piel. No ve ni se deja ver.
Pero tras ese muro asoma un resquicio, la piel permeable, libre. La mirada
luminosa y tierna del actor. El interior que asoma, que atraviesa capas y
construye subjetividad, se revela en los ojos. Ojos que son piel. Piel expuesta
acaso como esos brazos velludos y sin afeites. Allí hay trabajo. Máscara y
ojos. Exterior /interior se articulan en un entramado que resulta en la cuidada
mujer que pone a vivir el actor.
“Argentina”/López.
Artificial. Paródica. Conmovedora.