Hay quien dijo que lo más profundo es la piel. Como sea, la piel es la frontera con el mundo. La superficie de la belleza y el lugar de las heridas. Aunque lo disimule, el ojo también es piel. Una particularmente vulnerable. El exterior/interior se organiza en la mirada. Este espacio tiene que ver con la construcción de un modo de mirar. Una forma de subjetividad a través de un modo de mirar teatro.

miércoles, 15 de febrero de 2012

De mantos y coronas

El rey se muere, Eugène Ionesco. CCC, 2011
“¿Para qué nací si no era para siempre? Malditos padres.”  El protagonista de El rey se muere de Ionesco maldice su mortalidad. Siente que se acaba su cuerpo. Pero  su cuerpo “natural”,  el cuerpo sujeto a las pasiones y a la muerte, no es el único. Este cuerpo es apenas soporte de  su otro cuerpo,  el cuerpo político, el ungido por la gracia divina. Éste nunca muere.
Ante el deceso de un rey, sus dos cuerpos se separan y el cuerpo político inmortal se anida en otro cuerpo natural. Los signos externos de la unción divina están en los atributos: la corona, el cetro, el manto. Estos atributos devienen patéticos en el rey en ruinas creado por Ionesco. 
En la puesta que Lía Jelín hizo de esta pieza en el Centro Cultural de la Cooperación en 2011,  mi mirada se detuvo en uno de esos atributos: el manto real.
En el manejo del manto se  patentiza el camino irreversible de despojamiento que culmina con la muerte del rey. Aquí el manto es discurso. El largo, largo manto que zigzaguea detrás suyo. Lo maneja con cierta torpeza, pero no importa, es el rey. Cuando le anuncian su muerte, vacila, se defiende, se olvida de ese apéndice que lo sigue y que ahora manejan los demás.  La muerte lo espera entre bambalinas. El monarca se enfurece. Vocifera. Los cortesanos se cuelgan de su manto y lo despliegan como una bandera. Paso siguiente, lo pierde, es el manto el que lo abandona. Expuesto, desvestido, queda reducido a una suerte de cuna en la que intenta desesperadamente aferrarse al cetro que le dejan por condescendencia.
En su decadencia, el personaje se “desenviste”. El manto de la soberbia degrada en ropa interior. El trono en una silla de ruedas. Lo que sigue es el trono vacío y el momento de la muerte. La muerte real y la muerte simbólica se significan en un juego de telas que cubren y descubren.  El rey ya entregado se deja llevar, trastabillando, al que fuera su trono. Le cuesta articular palabras. El lenguaje se disuelve en éste, su momento final. Disuelto el lenguaje, la carne se ordena en materia.
De este proceso por el cual el soberano pierde el cuerpo segundo y sublime que hace de él un rey, y enfrenta  su precaria subjetividad, plasmado dramáticamente en el manto trata mi escrito El manto del rey publicado en la revista Palos y Piedras N° 12 http://www.centrocultural.coop/revista/articulo/255/

domingo, 5 de febrero de 2012

Una voz en el aljibe


Salomé de Chacra, Mauricio Kartun
Un tinglado de chapa, un altarcito. El sonido del viento que arrastra la tragedia. El actor empuja trabajosamente el tinglado y se abre un retablo denso, recargado de flores artificiales, cabezas de vaca, cartas, jaulas, baldes, velas. “A lo bruto” empieza la historia. Así se abre esta trasposición “guasa” de la Salomé bíblica a la pampa argentina. Personajes llenos de sangre,  “puro salpique”.
Se repone en el Teatro San Martín  la Salomé de Chacra de Mauricio Kartun. En esta pieza lo sagrado y lo kitsch se articulan en un cocktail más que poderoso. Lo farsesco dice siempre más allá de lo que dice. 
Aquí el Bautista está encerrado en un aljibe. Su voz llega desde el pozo. Perturbadora. Más allá del tratamiento fabuloso del lenguaje, una marca Kartun, me atraparon las acciones teatrales. Múltiples. Sostenidas por una sólida estructura parecen naturales. Como el balanceo pendular de los cuerpos de los personajes o la concatenación entre el ritmo con que Osqui Guzmán dice “parejito” con el ritmo que mueve el zapato de taco de Salomé mientras juguetea con sus piernas en su trama de seducción.
Salomé quiere “ver” la voz del Bautista, su objeto de deseo. Quiere poseer esa voz: “ser mito en la cabeza del mito”.
 La danza mítica, aquí devenida el “bailecillo de siete pelos”, ocurre fuera de escena. Acaso porque pertenece al orden de lo que los trágicos griegos consideraban obsceno, lo que debe ocurrir fuera de la vista del espectador, como la muerte violenta. La danza de Salomé es “obscena” porque porta el germen del asesinato del Bautista. El narrador  nos la cuenta. En  su relato, el brazo de Osqui deviene el pelo de Salomé, un brazo que se agita más allá de la voluntad del personaje. El brazo incontenible es el pelo que se suelta, el deseo, el baile mismo, “el éxtasis rosé”. Su propio deseo que se cruza. Aparecen luego Salomé y Herodes. Los cuerpos sudorosos. Él lleva puesto el guante rosa, que condensa el deseo por Salomé que lo ocupa. Y Cochonga  sospecha: hay olor a fruta macerada.
Salomé besará finalmente la boca que se le rehúsa. La boca muerta en la cabeza del Bautista. Poseerá, sin embargo,  sólo los bordes de un agujero. Nunca la voz.

sábado, 4 de febrero de 2012

La risa del rey

        Molière como César
Jean-Baptiste Molière Poquelin quiere ser un trágico pero fracasa. Sufre de una especie de hipo que le entorpece las grandes tiradas. Tampoco tiene un físico de héroe clásico. Pero posee una máscara extraordinariamente expresiva que sabe explotar al máximo para hacer reír.
Una descripción contemporánea: “Ni gordo ni flaco tenía la talla más grande que pequeña; porte noble, buenas piernas, la nariz grande, boca grande, labios carnosos, la tez mate, las cejas espesas y retintas y los diversos movimientos que él les daba volvían su fisonomía enteramente cómica. La naturaleza, que le había sido pródiga en cuanto hace al humor, el talento y la gracia, le había rehusado los dones exteriores tan necesarios en el teatro, sobre todo para los roles trágicos. Una voz sorda, inflexiones duras, una volubilidad al hablar que apresuraba en exceso su declamación, lo hacían en este aspecto muy inferior a los actores del Hôtel de Bourgogne. Tuvo muchas dificultades para triunfar sobre estos defectos y no se corrigió esa volubilidad tan contraria a la bella articulación, sino por continuos esfuerzos que le trajeron aparejado un hipo que conservó hasta su muerte y del que sabía sacar partido en ciertas ocasiones”.
Sabe convertir sus deficiencias en recursos para la escena. Cuando el deterioro de su salud se hace evidente, utiliza la tos persistente que lo aqueja como un instrumento más de su juego escénico. En El avaro le hace decir a un personaje que su Harpagon tiene un catarro que "le sienta bien y tose con mucha gracia”.
En el otoño de 1658, Molière se presentan al rey, la reina madre y los actores del Hôtel de Bourgogne.  Lógicamente, hacen una tragedia: Nicomede de Corneille. El rey se aburre. Esto pasó. “…una vez concluida dicha pieza, el jefe del elenco [Molière], que también ejercía la función de orador, apareció nuevamente en escena, y después de agradecer a Su Majestad la bondad con la que había querido disimular sus defectos y los de toda la compañía confesó que el honor de divertir al más grande rey del mundo les había hecho olvidar que Su Majestad disponía de excelentes originales [los actores del Hôtel de Bourgogne, allí presentes] de los que ellos eran débil imitación. [Y suplicó] a Su Majestad los autorizara para que ofrecieran una de esas pequeñas distracciones que les habían procurado cierta reputación y con las cuales regalaban a las provincias”.
Presenta El Doctor Enamorado. El monarca se ríe. A carcajadas. Ordena que la compañía se instale en París; en la sala del Petit-Bourbon, nada menos. Se inicia una relación inédita entre un actor y un rey.