El cuerpo del protagonista es, en sí mismo, un cuerpo del sacrificio. La misma tensión atraviesa a los secuaces del tirano. Los verdugos visten casco y capote de oficiales nazis, pero sobre ellos se advierte la indisimulable marca del horror.
Mi análisis del Ricardo III de Jorge Eines en Palos y Piedras, la revista on line del Centro Cultural de la Cooperación, N° 21 [Diciembre 2014].
Shakespeare después de Auschwitz, Lydia Di Lello
La dictadura atravesó los cuerpos, los amordazó, los desapareció. Pero el teatro ha mostrado ser un espacio de resistencia y resiliencia. El lugar desde donde los teatristas intentaron metabolizar los horrores del proceso militar a través de la escena. Baste mencionar la lucha protagonizada por Teatro Abierto o la contundencia de Teatro x la Identidad. En El cuerpo de la democracia el sociólogo Ricardo Lesser rememora el episodio de restitución que relata Mariana Eva Pérez, la autora de Manos grandes (2002): “La gente del Teatro x la Identidad cuenta de aquella muchacha que se encontró en el despacho del juez con un viejito: “Mi nietita tiene un lunar en la cadera en forma de aceituna”, dijo. Y esperó que se bajara los pantalones. Ella, como quien hace una travesura, lo hizo.Y allí estaba el lunar que, cuando le cambiaba los pañales, el padre le besaba porque era la mancha de tinta china con la que él la había marcado para siempre. Una marca indeleble, como el ADN”.
En este escrito, a propósito de los cuerpos maniatados, los cuerpos sometidos por el poder y su capacidad de resiliencia, me referiré al trabajo del director argentino, teórico de interpretación y docente Jorge Eines, y su singular reescritura del Ricardo III de Shakespeare, (producción española, Teatro Español, Madrid 2010/11) poniéndola en concierto con su puesta de Himmmelweg (Camino del Cielo) del dramaturgo español Juan Mayorga (1965) en la temporada 2007 del Teatro Municipal General San Martín de Buenos Aires. Para ello me nutro de material bibliográfico, críticas periodísticas y fundamentalmente, de la palabra del director a través de una serie de charlas públicas compartidas.
Con una vasta y exitosa trayectoria en nuestro país, en 1976 Eines debe exiliarse en España, donde reside actualmente. Sin embargo, tiene una fuerte presencia en Latinoamérica como docente y como puestista. Eines debuta como director en nuestro país en 1971 con una obra de teatro para niños Chapatutti en Sandilandia, que define como teatro político para niños: "Un intento de que los niños aprendan a ver el proceso", dijo posteriormente. La obra relata las peripecias de los campesinos de un pueblo, Sandilandia, explotados por la poderosa señora Chapatutti.
En 1976, su Woyzeck (Georg Büchner) en el teatro Discépolo, es nominado para el Premio Molière a la mejor dirección. La protagonista, Cristina Banegas, recuerda: “Woyzeck fue muy importante. La hicimos en 1976, un año poco oportuno para hacer una historia sobre un soldado revolucionario que es maltratado. Tan difícil era el momento que le valió al director, Jorge Eines, el exilio (…) yo hacía de María y al final de la obra me mataban. Quedaba un rato tendida en el piso del escenario. Era invierno y la calefacción del teatro no andaba. Lloraba de frío, de frío y de muerte…”. (Cristina Banegas en Moreno, María).
Después, la dictadura le impone a Eines una distancia forzosa. Y realiza una fecunda carrera en España. No por acaso, este creador siempre atento a las cuestiones vinculadas a la violencia y el autoritarismo regresa al país para dirigir la pieza de Juan Mayorga. El nombre no es azaroso: Camino del Cielo (Himmelweg) remite al “humo que va camino del cielo”, eufemismo utilizado por los nazis para referirse a la rampa de acceso a las cámaras de gas donde se exterminaba sistemáticamente a los judíos.
Himmelweg La trama gira alrededor de un delegado de la Cruz Roja que es enviado a los campos de prisioneros para constatar si se cumplen los tratados internacionales. El comandante del campo lo engaña (¿lo engaña?) montando una aldea ficticia con los prisioneros que se ven obligados a representar situaciones de pretendida “normalidad” para poder sobrevivir.
"A primera vista, -sostiene Juan Mayorga- Camino del cielo es una obra de teatro histórico. En realidad, es -quiere ser- una obra acerca de la actualidad. Habla de un hombre [el inspector] que se parece a casi toda la gente que conozco: tiene una sincera voluntad de ayudar a los demás; quiere ser solidario; le espanta el dolor ajeno.
Sin embargo, también como casi toda la gente que conozco, ese hombre no es lo bastante fuerte para desconfiar de lo que le dicen y le muestran. No es lo bastante fuerte para ver con sus propios ojos y nombrar con sus propias palabras. Se conforma con las imágenes que otros le dan. Y con las palabras que otros le dan.
‘Camino-del-cielo’, por ejemplo. No es lo bastante fuerte para descubrir que ‘Camino del cielo’ puede ser el nombre del infierno" (Juan Mayorga).
Esta pieza se estructura alrededor del triángulo conformado por el comandante del campo, el delegado de la Cruz Roja y el jefe de la comunidad judía. “El conductor de la representación, el comandante del campo -dice Mayorga-tiene ante sí la ocasión de realizar el más ambicioso sueño que ningún director de escena concibió jamás: la obra de arte total (…) todas las vidas reunidas en el campo estarán a su completa disposición, como muñecos en manos del titiritero”. Los prisioneros judíos funcionan como un cuerpo colectivo. Pueblan una pequeña plaza, donde desperdigadas, mudas, quedan ropas de los ausentes. A lo lejos, pasan trenes, ominosamente puntuales. Trenes que se constituyen en el eje organizador de la aldea.
Los moradores de este mundo ficticio se esmeran en interpretar una trama de acciones reiterativas, de palabras repetidas. El lenguaje aquí opera en un doble juego de enmascaramiento y develamiento. Los prisioneros repiten textos aprendidos, pero al hacerlo se filtran ciertos deslizamientos en el discurso. Palabras que atrasan o adelantan resultan en grietas por donde empieza a revelarse el engaño. Engaño que el delegado de la Cruz Roja no se atreve a ver.
La escenografía trabajada por el director y el escenógrafo se compone de tres planos. Uno central, donde se desarrolla la “representación” de la comunidad judía, un fondo con paneles velados y un delante de escena donde, la presencia de agua, adquiere una singular relevancia en la acción dramática.
"La clave- explicita Eines- fue el tren. En la propuesta de Juan [Mayorga] no se desprendía que hubiera tren. Trabajando, me di cuenta que yo necesitaba que el tren llegara. Logramos ese plano en dónde se ve que la parte derecha de la escena es el tren y la parte izquierda la oficina del coronel del campo. Eso nos dio una perspectiva de presencia, era mucho campo y al mismo tiempo dejaba todas las posibilidades de que la parte de adelante sirviera para generar la vida falsamente cotidiana que pretendíamos reproducir. El suelo fue decisivo. Los suelos te dan lugares de mirada del espectador casi como si tuvieran la capacidad de impulsar al actor a ciertos lugares y por lo tanto a ser recibido desde ahí por el espectador. Nos costó encontrar un suelo, un gran suelo, hasta que descubrimos el césped artificial quemado por un soplete que daba esta sensación de lugar cubierto por la ceniza. Ese suelo marcó una especie de territorio muy claro, un lugar de mucha gravitación en la mirada del espectador".
El revés de la trama Pero no sólo en la inclusión de los trenes Eines pone su sello. El delegado de la Cruz Roja que se rehúsa a mirar a través de, que se niega a traspasar la superficie, tiene una única aparición. Abre la obra con un monólogo de veinticinco minutos y luego desaparece de escena. Hasta aquí, Mayorga. Eines, en cambio, interviene la pieza instalándolo como una presencia silente. Lo ubica sentado, como insomne, en el fondo del escenario, detrás de los paneles velados. Percibimos, lejanamente, su silueta. Una figura borrosa, fuera de foco y, sin embargo, punzante, que resignifica toda la acción. “El autor no lo plantea así- dice el director-, pero yo lo veo espiando a lo largo de toda la obra”. El teatrista nos propone un atormentado delegado presa de contradicciones internas. Testigo silencioso de la verdad, en algún lugar no reconocido, sabe del engaño.
La sombra de lo siniestro se filtra en los intersticios de la apariencia de lo cotidiano. El desmantelamiento de la ficción construida por el comandante de campo se materializa en esta puesta, en un triple plano: a nivel discursivo, en el dislocamiento de los diálogos; visualmente, en la inclusión de la presencia del delegado en el fondo del escenario y en el ruido rítmicamente sostenido de los trenes.
Otro elemento, más que decidor, en esta puesta es la música en vivo y la incorporación de muñecos en escena. Este es un recurso de fuerte impacto en el auditorio. “No había muñecos- nos cuenta Eines- hasta el ensayo número quince. Trabajando, descubrimos que nos faltaban los muñecos que el nazi tiraba al río [en clara alusión a los sucesos ocurridos en la última dictadura militar]. No lo decíamos, el que quería lo entendía pero así era…”.
Hannah Arendt en su Un informe sobre la banalidad del mal, dedicado al juicio llevado a cabo en Jerusalén en 1961 contra Adolf Eichmann, discurre sobre la complejidad de la condición humana al advertir sobre la capacidad de “personas normales” de cometer atrocidades. En el mismo orden, el nazi que presenta Eines no está trabajado como un ser abominable. Dice el director:
"Quería que ese nazi pudiera ser querido por la gente, que nos colocara en un lugar de contradicción a nosotros, los espectadores. Que pudiéramos llegar a sentir que era un ser humano. Ese nazi- continúa- tenía momentos maravillosos desde el punto de vista de la cultura, del amor que sentía por la tarea. Tarea que incluía mandar a los judíos al Camino del cielo. Esto debía estar teñido en la recepción del espectador de un lugar complejo y contradictorio para que tuviera la riqueza que yo pretendía. Ese desarrollo lo conseguimos en el modo en que el personaje arrojaba cada uno de esos muñecos al agua. Los mataba con amor".
El trabajo realizado en este montaje influyó fuertemente a su hacedor: “A mí me dejó tanto material esta obra que a Ricardo III lo sitúo en un campo de concentración. A partir de Himmelweg me quedé con cosas por investigar, más que nada esa sensación de doble realidad, la del campo y la construcción de esa otra realidad, ese lugar -diría Nietzsche- donde el hombre tiene el arte para que la verdad no lo mate”.
Ricardo III La tragedia de Ricardo III escrita entre 1591/1592 y estrenada ante el público en 1594 retrata a uno de los personajes más brutales de los dramas históricos, el usurpador Ricardo, duque de Gloucester, quien no vacila en dejar un tendal de víctimas con tal de lograr sus objetivos. Ricardo se presenta a sí mismo como una especie de monstruo, deforme. Una deformidad física que expresa una deformidad otra, interior. No tiene escrúpulos ni dudas. Es un personaje que lejos de ocultarla, expone y subraya su vileza. Orgulloso, se regodea en su perversión. Vil, monstruoso y profundamente seductor.
En su reescritura del Ricardo III, Eines cruza el personaje shakespereano con el horror del nazismo. En rigor, su versión se trata de un ensayo de Ricardo III sobre el telón de fondo del barracón de un campo de concentración. Los prisioneros deben representar la obra de teatro si pretenden sobrevivir. El nexo con Himmelweg se evidencia en la puesta en abismo de lo teatral. Allí los prisioneros “representan” el libreto que les impone el comandante de campo para seguir viviendo, aquí “viven porque están haciendo Ricardo III, la ficción que los nazis les obligan a hacer para salvarles la vida; esto remite a Theresienstadt”, apunta Eines.
Shakespeare representa un desafío particular. Durante mucho tiempo el director viene investigando la construcción del objeto “escena Shakespeare” con sus actores. Hay, según considera, como mínimo tres dificultades a enfrentar: máxima complejidad verbal (máxima metáfora), máxima dificultad en la vivencia de los personajes, máxima expresión puesta en el cuerpo. Concluye: “Descubrí que el problema no tenía que ver con la palabra. Esa palabra hay que respetarla. No se puede homologar el discurso shakesperiano -advierte- al discurso cotidiano. Hay que descubrir una opción formal que no tenemos antes de empezar a trabajar”. Eines propone poner en funcionamiento lo que denomina “el doble pentagrama”.
"La construcción del doble pentagrama –dirá- tiene que ver con una búsqueda que formalmente indica que hay algo nuevo que aparece cuando hay dos pentagramas jugando.
La palabra dice una cosa y el cuerpo dice otra, hay dos conflictos, uno en la palabra y otro en el cuerpo. Hay que trabajar con el actor para que encuentre el texto. Si el actor no trabaja para encontrar el texto lo que encuentra son referentes, no un lugar de experimentación sino un lugar de reproducción de algo. Lo que aparece es la memoria copia de la vida o la memoria copia de la tradición. En ambos casos lo que no aparece es la imaginación. La imaginación es prospectiva, la memoria es retrospectiva. La imaginación va hacia adelante, la memoria va hacia atrás".
En su apropiación de la obra canónica, el director adaptó la pieza para ocho actores.
El público ingresa a la sala y se enfrenta con el universo de la barraca de un campo de concentración. Los prisioneros están absortos en sus tareas. Sentados a sus mesas de trabajo bordean una suerte de espacio recortado de representación donde se desarrollará el ensayo. Un suelo recubierto de alfombras rojas yuxtapuestas, de un rojo desgastado, delimita el territorio de los prisioneros que ensayan el drama shakespereano. El resto de los personajes, ocupados en sus labores, a veces interactúan con los “prisioneros-actores” alcanzando algún elemento necesario para la escena o a modo de apuntadores. “El campo de concentración y la representación se cruzan todo el tiempo-, comenta Eines. Se nutren entre sí; Ricardo III necesita de los prisioneros pero ellos necesitan de la obra. La tensión es permanente y los trenes siguen llegando”.
La sombra es por definición un hueco en la luz, diría Gonzalo Córdova. La sombra señala, define espacio. Sombras que delimitan sectores de luz organizan la mirada. Una luz central sobre la escena shakespereana y focos de luz puntuales sobre las mesas de trabajo de los prisioneros generan un doble plano de realidades paralelas que coexisten en un espacio y un tiempo. Discontinuidades lumínicas que involucran al espectador en este juego de teatro dentro del teatro.“Doblar el entorno dobla la opción de trabajo. El lager aporta más territorio de creación de conducta”, afirma Eines, aunque, le costó encontrar el equilibrio: “Mientras construíamos lager nos olvidamos del Ricardo III y tuvimos que rectificar. Rehicimos y nos pasamos al otro lado. Luego encontramos la síntesis".
Un tamborileo anuncia lo que será el inicio del ensayo. El director subvierte el orden. Elige comenzar la acción, no con el célebre monólogo del duque de Gloucester, sino con lo que será la segunda escena en el texto canónico. Esa escena emblemática en la que Ricardo seduce a Lady Anne mientras llora a su marido muerto. Aquí, jugada magistralmente con muy pocos elementos, apenas una estructura metálica a modo de lecho mortuorio. Vacío, sólo una tela lo cubre. La viuda llora ese cuerpo ausente. Esa sencilla tela multiplicará sus sentidos en manos de los diversos personajes. De igual modo esa estructura metálica que ocupa el centro de la escena será la portadora del cadáver, pero también un trono o un perfil femenino. Formas que se construyen y se disuelven en una dinámica donde se privilegia todo el poder evocador de la palabra de Shakespeare y la contundencia del cuerpo de los actores.
Los dos infiernos De profunda afectación resulta el personaje protagónico, un desgarbado Ricardo III con su triste traje de prisionero que le queda grande, donde sobresale, ominosa, la estrella amarilla. Esta tensión que atraviesa el cuerpo del protagonista, es potentísima. Ricardo, el asesino, es aquí interpretado por una víctima. Un cuerpo del sacrificio. Esta misma tensión atraviesa a los secuaces del tirano. Los verdugos visten casco y capote de oficiales nazis, pero sobre ellos se advierte la indisimulable marca del horror.
El gesto corporal del protagonista, está trabajado desde lo farsesco. Lleva puesto un bonete con el que juguetea y arroja papelitos al aire en medio de sus parlamentos de muerte.
"Ricardo es un bufón que asesina,-explica el director- un individuo con una enorme capacidad de juego, de seducción. Enamora a las mujeres pero las enamora porque es un payaso horrible. Hace cosas de payaso monstruo que son recibidas por las mujeres como promesas de amor. El bonete aparece en un ensayo, es una de las propuestas que los actores me hacen. El bonete y el papel picado formaron parte de una misma unidad. Reaparecen en distintos momentos de la obra. Luego ese bonete da para más juego y el papel picado lo termina comiendo".
Lo musical también es protagonista. Ricardo toca una trompeta, su música siniestra va articulando las escenas. Satisfecho con el proceder del verdugo dirá complacido: “Has entendido mi música”. Disonancias y redobles percusivos acompañan momentos de alta tensión dramática. Pero quizás sean los acordes y voces como lamentos que invaden la escena en momentos de duelo, el punto de mayor afectación. Cantos como penas, en un doble registro, el dolor por las víctimas del usurpador y un dolor otro, por el presente de los prisioneros.
Este bufón sanguinario juega al ajedrez. Sus víctimas son piezas en el tablero. No adivina la derrota final. En una de las escenas culminantes, delante del cuerpo derrotado de Ricardo, se desliza un trencito de lata.
Eines pone su impronta también en el cierre. El final canónico consiste en una suerte de alegato por la paz de Richmond después de la muerte del rey Ricardo en la batalla de Bosworth. En la versión de Eines, el alegato está a cargo de la reina Margarita:
"La reina Margarita -explica el director- entra a trabajar parte del monólogo de Richmond y le agrego un desarrollo que la hace aterrizar con una violencia verbal sobre la realidad del ensayo, insultando, agrediendo a los espectadores, que son nazis que están mirando el ensayo. En ese momento le da un ataque al corazón y se muere. Hice un ajuste con textos de mi propia cosecha en ese momento final porque quería cerrar desde un punto de vista más cosmológico, esto es, la relación entre ese Ricardo III de hace muchos siglos y la realidad del campo de exterminio.
La reina Margarita muere, pero muere como judía. En la duplicidad de los personajes de esta puesta se juegan diversas muertes: “la muerte como arma del poder (Ricardo III) y la muerte como amenaza real, la muerte cotidiana en el lager”, apunta Eines. El personaje de la reina yace muerta, el ahora mero prisionero, poco antes Ricardo, la cubre con su saco. Avanza y se detiene en medio de la escena, se escucha un lamento mientras circula inexorablemente el tren de lata que preanuncia el trágico final de los protagonistas.
Apagón, el aplauso del público y el actor que protagoniza a Ricardo saluda discretamente. El resto del elenco no avanza a proscenio, los actores apenas si se inclinan desde sus rincones. Siguen sosteniendo a sus personajes. El clima es denso y grave. Los personajes estaban en escena cuando los espectadores ingresaron y siguen allí mientras el público se retira. Esto potencia particularmente un final que conmociona. Actores y público de duelo.
Coda Varias son las claves que interconectan los montajes de Himmelweg y Ricardo III de Jorge Eines: la contextualización en el nazismo, la puesta en abismo de lo teatral, la coexistencia de una doble realidad, los cruzamientos espaciales y temporales, la singular articulación de lenguajes discursivos y corporales, la relevancia de lo musical, la seducción del mal, la marca de lo siniestro, los trenes como signos que señalan el destino ineluctable de las víctimas, la economía de recursos que despliegan una polisemia de sentidos. Y, básicamente, un fuerte impacto en el espectador, que no puede sino ser afectado por este teatro.
Los prisioneros del campo de concentración redimensionan los crímenes de Ricardo III. Como se pregunta Judith Butler: “¿quién cuenta como humano?, ¿las vidas de quién cuentan como vidas?, ¿qué hace que una vida sea digna de llorarse?” (Butler 2003: 82).
Eines se apropia de las piezas teatrales y, al hacerlo, las multiplica. La borrosa imagen en el fondo del escenario, el callado Delegado de la Cruz Roja, deviene el punctum que dispara sentidos insospechados.
Como a ese personaje borroso, al espectador no le queda más remedio que evaluar la responsabilidad de toda una sociedad (y aun la propia) respecto de los crímenes de lesa humanidad.
Eines se vale de la reescritura de los clásicos a fin de que funcionen a modo de interpelación a la sociedad de su tiempo. Y lo logra. Valga este ejemplo: en una de las charlas públicas que compartimos con el director a propósito de la fingida aldea feliz de Camino del cielo, alguien del público apuntó: “Acá también se hizo algo así para la visita de la Comisión de Derechos Humanos”. La intervención desató un apasionado intercambio de opiniones.
Una vez más, nos atraviesan las verdades de la escena.
Di Lello, Lydia. "Shakespeare después de Auschwitz: la mirada del director argentino Jorge Eines". La revista del CCC [en línea]. Julio / Diciembre 2014, n° 21. [citado 2014-12-27]. Disponible en Internet: http://www.centrocultural.coop/revista/articulo/501/. ISSN 1851-3263.
La dictadura atravesó los cuerpos, los amordazó, los desapareció. Pero el teatro ha mostrado ser un espacio de resistencia y resiliencia. El lugar desde donde los teatristas intentaron metabolizar los horrores del proceso militar a través de la escena. Baste mencionar la lucha protagonizada por Teatro Abierto o la contundencia de Teatro x la Identidad. En El cuerpo de la democracia el sociólogo Ricardo Lesser rememora el episodio de restitución que relata Mariana Eva Pérez, la autora de Manos grandes (2002): “La gente del Teatro x la Identidad cuenta de aquella muchacha que se encontró en el despacho del juez con un viejito: “Mi nietita tiene un lunar en la cadera en forma de aceituna”, dijo. Y esperó que se bajara los pantalones. Ella, como quien hace una travesura, lo hizo.Y allí estaba el lunar que, cuando le cambiaba los pañales, el padre le besaba porque era la mancha de tinta china con la que él la había marcado para siempre. Una marca indeleble, como el ADN”.
En este escrito, a propósito de los cuerpos maniatados, los cuerpos sometidos por el poder y su capacidad de resiliencia, me referiré al trabajo del director argentino, teórico de interpretación y docente Jorge Eines, y su singular reescritura del Ricardo III de Shakespeare, (producción española, Teatro Español, Madrid 2010/11) poniéndola en concierto con su puesta de Himmmelweg (Camino del Cielo) del dramaturgo español Juan Mayorga (1965) en la temporada 2007 del Teatro Municipal General San Martín de Buenos Aires. Para ello me nutro de material bibliográfico, críticas periodísticas y fundamentalmente, de la palabra del director a través de una serie de charlas públicas compartidas.
Con una vasta y exitosa trayectoria en nuestro país, en 1976 Eines debe exiliarse en España, donde reside actualmente. Sin embargo, tiene una fuerte presencia en Latinoamérica como docente y como puestista. Eines debuta como director en nuestro país en 1971 con una obra de teatro para niños Chapatutti en Sandilandia, que define como teatro político para niños: "Un intento de que los niños aprendan a ver el proceso", dijo posteriormente. La obra relata las peripecias de los campesinos de un pueblo, Sandilandia, explotados por la poderosa señora Chapatutti.
En 1976, su Woyzeck (Georg Büchner) en el teatro Discépolo, es nominado para el Premio Molière a la mejor dirección. La protagonista, Cristina Banegas, recuerda: “Woyzeck fue muy importante. La hicimos en 1976, un año poco oportuno para hacer una historia sobre un soldado revolucionario que es maltratado. Tan difícil era el momento que le valió al director, Jorge Eines, el exilio (…) yo hacía de María y al final de la obra me mataban. Quedaba un rato tendida en el piso del escenario. Era invierno y la calefacción del teatro no andaba. Lloraba de frío, de frío y de muerte…”. (Cristina Banegas en Moreno, María).
Después, la dictadura le impone a Eines una distancia forzosa. Y realiza una fecunda carrera en España. No por acaso, este creador siempre atento a las cuestiones vinculadas a la violencia y el autoritarismo regresa al país para dirigir la pieza de Juan Mayorga. El nombre no es azaroso: Camino del Cielo (Himmelweg) remite al “humo que va camino del cielo”, eufemismo utilizado por los nazis para referirse a la rampa de acceso a las cámaras de gas donde se exterminaba sistemáticamente a los judíos.
Himmelweg La trama gira alrededor de un delegado de la Cruz Roja que es enviado a los campos de prisioneros para constatar si se cumplen los tratados internacionales. El comandante del campo lo engaña (¿lo engaña?) montando una aldea ficticia con los prisioneros que se ven obligados a representar situaciones de pretendida “normalidad” para poder sobrevivir.
"A primera vista, -sostiene Juan Mayorga- Camino del cielo es una obra de teatro histórico. En realidad, es -quiere ser- una obra acerca de la actualidad. Habla de un hombre [el inspector] que se parece a casi toda la gente que conozco: tiene una sincera voluntad de ayudar a los demás; quiere ser solidario; le espanta el dolor ajeno.
Sin embargo, también como casi toda la gente que conozco, ese hombre no es lo bastante fuerte para desconfiar de lo que le dicen y le muestran. No es lo bastante fuerte para ver con sus propios ojos y nombrar con sus propias palabras. Se conforma con las imágenes que otros le dan. Y con las palabras que otros le dan.
‘Camino-del-cielo’, por ejemplo. No es lo bastante fuerte para descubrir que ‘Camino del cielo’ puede ser el nombre del infierno" (Juan Mayorga).
Esta pieza se estructura alrededor del triángulo conformado por el comandante del campo, el delegado de la Cruz Roja y el jefe de la comunidad judía. “El conductor de la representación, el comandante del campo -dice Mayorga-tiene ante sí la ocasión de realizar el más ambicioso sueño que ningún director de escena concibió jamás: la obra de arte total (…) todas las vidas reunidas en el campo estarán a su completa disposición, como muñecos en manos del titiritero”. Los prisioneros judíos funcionan como un cuerpo colectivo. Pueblan una pequeña plaza, donde desperdigadas, mudas, quedan ropas de los ausentes. A lo lejos, pasan trenes, ominosamente puntuales. Trenes que se constituyen en el eje organizador de la aldea.
Los moradores de este mundo ficticio se esmeran en interpretar una trama de acciones reiterativas, de palabras repetidas. El lenguaje aquí opera en un doble juego de enmascaramiento y develamiento. Los prisioneros repiten textos aprendidos, pero al hacerlo se filtran ciertos deslizamientos en el discurso. Palabras que atrasan o adelantan resultan en grietas por donde empieza a revelarse el engaño. Engaño que el delegado de la Cruz Roja no se atreve a ver.
La escenografía trabajada por el director y el escenógrafo se compone de tres planos. Uno central, donde se desarrolla la “representación” de la comunidad judía, un fondo con paneles velados y un delante de escena donde, la presencia de agua, adquiere una singular relevancia en la acción dramática.
"La clave- explicita Eines- fue el tren. En la propuesta de Juan [Mayorga] no se desprendía que hubiera tren. Trabajando, me di cuenta que yo necesitaba que el tren llegara. Logramos ese plano en dónde se ve que la parte derecha de la escena es el tren y la parte izquierda la oficina del coronel del campo. Eso nos dio una perspectiva de presencia, era mucho campo y al mismo tiempo dejaba todas las posibilidades de que la parte de adelante sirviera para generar la vida falsamente cotidiana que pretendíamos reproducir. El suelo fue decisivo. Los suelos te dan lugares de mirada del espectador casi como si tuvieran la capacidad de impulsar al actor a ciertos lugares y por lo tanto a ser recibido desde ahí por el espectador. Nos costó encontrar un suelo, un gran suelo, hasta que descubrimos el césped artificial quemado por un soplete que daba esta sensación de lugar cubierto por la ceniza. Ese suelo marcó una especie de territorio muy claro, un lugar de mucha gravitación en la mirada del espectador".
El revés de la trama Pero no sólo en la inclusión de los trenes Eines pone su sello. El delegado de la Cruz Roja que se rehúsa a mirar a través de, que se niega a traspasar la superficie, tiene una única aparición. Abre la obra con un monólogo de veinticinco minutos y luego desaparece de escena. Hasta aquí, Mayorga. Eines, en cambio, interviene la pieza instalándolo como una presencia silente. Lo ubica sentado, como insomne, en el fondo del escenario, detrás de los paneles velados. Percibimos, lejanamente, su silueta. Una figura borrosa, fuera de foco y, sin embargo, punzante, que resignifica toda la acción. “El autor no lo plantea así- dice el director-, pero yo lo veo espiando a lo largo de toda la obra”. El teatrista nos propone un atormentado delegado presa de contradicciones internas. Testigo silencioso de la verdad, en algún lugar no reconocido, sabe del engaño.
La sombra de lo siniestro se filtra en los intersticios de la apariencia de lo cotidiano. El desmantelamiento de la ficción construida por el comandante de campo se materializa en esta puesta, en un triple plano: a nivel discursivo, en el dislocamiento de los diálogos; visualmente, en la inclusión de la presencia del delegado en el fondo del escenario y en el ruido rítmicamente sostenido de los trenes.
Otro elemento, más que decidor, en esta puesta es la música en vivo y la incorporación de muñecos en escena. Este es un recurso de fuerte impacto en el auditorio. “No había muñecos- nos cuenta Eines- hasta el ensayo número quince. Trabajando, descubrimos que nos faltaban los muñecos que el nazi tiraba al río [en clara alusión a los sucesos ocurridos en la última dictadura militar]. No lo decíamos, el que quería lo entendía pero así era…”.
Hannah Arendt en su Un informe sobre la banalidad del mal, dedicado al juicio llevado a cabo en Jerusalén en 1961 contra Adolf Eichmann, discurre sobre la complejidad de la condición humana al advertir sobre la capacidad de “personas normales” de cometer atrocidades. En el mismo orden, el nazi que presenta Eines no está trabajado como un ser abominable. Dice el director:
"Quería que ese nazi pudiera ser querido por la gente, que nos colocara en un lugar de contradicción a nosotros, los espectadores. Que pudiéramos llegar a sentir que era un ser humano. Ese nazi- continúa- tenía momentos maravillosos desde el punto de vista de la cultura, del amor que sentía por la tarea. Tarea que incluía mandar a los judíos al Camino del cielo. Esto debía estar teñido en la recepción del espectador de un lugar complejo y contradictorio para que tuviera la riqueza que yo pretendía. Ese desarrollo lo conseguimos en el modo en que el personaje arrojaba cada uno de esos muñecos al agua. Los mataba con amor".
El trabajo realizado en este montaje influyó fuertemente a su hacedor: “A mí me dejó tanto material esta obra que a Ricardo III lo sitúo en un campo de concentración. A partir de Himmelweg me quedé con cosas por investigar, más que nada esa sensación de doble realidad, la del campo y la construcción de esa otra realidad, ese lugar -diría Nietzsche- donde el hombre tiene el arte para que la verdad no lo mate”.
Ricardo III La tragedia de Ricardo III escrita entre 1591/1592 y estrenada ante el público en 1594 retrata a uno de los personajes más brutales de los dramas históricos, el usurpador Ricardo, duque de Gloucester, quien no vacila en dejar un tendal de víctimas con tal de lograr sus objetivos. Ricardo se presenta a sí mismo como una especie de monstruo, deforme. Una deformidad física que expresa una deformidad otra, interior. No tiene escrúpulos ni dudas. Es un personaje que lejos de ocultarla, expone y subraya su vileza. Orgulloso, se regodea en su perversión. Vil, monstruoso y profundamente seductor.
En su reescritura del Ricardo III, Eines cruza el personaje shakespereano con el horror del nazismo. En rigor, su versión se trata de un ensayo de Ricardo III sobre el telón de fondo del barracón de un campo de concentración. Los prisioneros deben representar la obra de teatro si pretenden sobrevivir. El nexo con Himmelweg se evidencia en la puesta en abismo de lo teatral. Allí los prisioneros “representan” el libreto que les impone el comandante de campo para seguir viviendo, aquí “viven porque están haciendo Ricardo III, la ficción que los nazis les obligan a hacer para salvarles la vida; esto remite a Theresienstadt”, apunta Eines.
Shakespeare representa un desafío particular. Durante mucho tiempo el director viene investigando la construcción del objeto “escena Shakespeare” con sus actores. Hay, según considera, como mínimo tres dificultades a enfrentar: máxima complejidad verbal (máxima metáfora), máxima dificultad en la vivencia de los personajes, máxima expresión puesta en el cuerpo. Concluye: “Descubrí que el problema no tenía que ver con la palabra. Esa palabra hay que respetarla. No se puede homologar el discurso shakesperiano -advierte- al discurso cotidiano. Hay que descubrir una opción formal que no tenemos antes de empezar a trabajar”. Eines propone poner en funcionamiento lo que denomina “el doble pentagrama”.
"La construcción del doble pentagrama –dirá- tiene que ver con una búsqueda que formalmente indica que hay algo nuevo que aparece cuando hay dos pentagramas jugando.
La palabra dice una cosa y el cuerpo dice otra, hay dos conflictos, uno en la palabra y otro en el cuerpo. Hay que trabajar con el actor para que encuentre el texto. Si el actor no trabaja para encontrar el texto lo que encuentra son referentes, no un lugar de experimentación sino un lugar de reproducción de algo. Lo que aparece es la memoria copia de la vida o la memoria copia de la tradición. En ambos casos lo que no aparece es la imaginación. La imaginación es prospectiva, la memoria es retrospectiva. La imaginación va hacia adelante, la memoria va hacia atrás".
En su apropiación de la obra canónica, el director adaptó la pieza para ocho actores.
El público ingresa a la sala y se enfrenta con el universo de la barraca de un campo de concentración. Los prisioneros están absortos en sus tareas. Sentados a sus mesas de trabajo bordean una suerte de espacio recortado de representación donde se desarrollará el ensayo. Un suelo recubierto de alfombras rojas yuxtapuestas, de un rojo desgastado, delimita el territorio de los prisioneros que ensayan el drama shakespereano. El resto de los personajes, ocupados en sus labores, a veces interactúan con los “prisioneros-actores” alcanzando algún elemento necesario para la escena o a modo de apuntadores. “El campo de concentración y la representación se cruzan todo el tiempo-, comenta Eines. Se nutren entre sí; Ricardo III necesita de los prisioneros pero ellos necesitan de la obra. La tensión es permanente y los trenes siguen llegando”.
La sombra es por definición un hueco en la luz, diría Gonzalo Córdova. La sombra señala, define espacio. Sombras que delimitan sectores de luz organizan la mirada. Una luz central sobre la escena shakespereana y focos de luz puntuales sobre las mesas de trabajo de los prisioneros generan un doble plano de realidades paralelas que coexisten en un espacio y un tiempo. Discontinuidades lumínicas que involucran al espectador en este juego de teatro dentro del teatro.“Doblar el entorno dobla la opción de trabajo. El lager aporta más territorio de creación de conducta”, afirma Eines, aunque, le costó encontrar el equilibrio: “Mientras construíamos lager nos olvidamos del Ricardo III y tuvimos que rectificar. Rehicimos y nos pasamos al otro lado. Luego encontramos la síntesis".
Un tamborileo anuncia lo que será el inicio del ensayo. El director subvierte el orden. Elige comenzar la acción, no con el célebre monólogo del duque de Gloucester, sino con lo que será la segunda escena en el texto canónico. Esa escena emblemática en la que Ricardo seduce a Lady Anne mientras llora a su marido muerto. Aquí, jugada magistralmente con muy pocos elementos, apenas una estructura metálica a modo de lecho mortuorio. Vacío, sólo una tela lo cubre. La viuda llora ese cuerpo ausente. Esa sencilla tela multiplicará sus sentidos en manos de los diversos personajes. De igual modo esa estructura metálica que ocupa el centro de la escena será la portadora del cadáver, pero también un trono o un perfil femenino. Formas que se construyen y se disuelven en una dinámica donde se privilegia todo el poder evocador de la palabra de Shakespeare y la contundencia del cuerpo de los actores.
Los dos infiernos De profunda afectación resulta el personaje protagónico, un desgarbado Ricardo III con su triste traje de prisionero que le queda grande, donde sobresale, ominosa, la estrella amarilla. Esta tensión que atraviesa el cuerpo del protagonista, es potentísima. Ricardo, el asesino, es aquí interpretado por una víctima. Un cuerpo del sacrificio. Esta misma tensión atraviesa a los secuaces del tirano. Los verdugos visten casco y capote de oficiales nazis, pero sobre ellos se advierte la indisimulable marca del horror.
El gesto corporal del protagonista, está trabajado desde lo farsesco. Lleva puesto un bonete con el que juguetea y arroja papelitos al aire en medio de sus parlamentos de muerte.
"Ricardo es un bufón que asesina,-explica el director- un individuo con una enorme capacidad de juego, de seducción. Enamora a las mujeres pero las enamora porque es un payaso horrible. Hace cosas de payaso monstruo que son recibidas por las mujeres como promesas de amor. El bonete aparece en un ensayo, es una de las propuestas que los actores me hacen. El bonete y el papel picado formaron parte de una misma unidad. Reaparecen en distintos momentos de la obra. Luego ese bonete da para más juego y el papel picado lo termina comiendo".
Lo musical también es protagonista. Ricardo toca una trompeta, su música siniestra va articulando las escenas. Satisfecho con el proceder del verdugo dirá complacido: “Has entendido mi música”. Disonancias y redobles percusivos acompañan momentos de alta tensión dramática. Pero quizás sean los acordes y voces como lamentos que invaden la escena en momentos de duelo, el punto de mayor afectación. Cantos como penas, en un doble registro, el dolor por las víctimas del usurpador y un dolor otro, por el presente de los prisioneros.
Este bufón sanguinario juega al ajedrez. Sus víctimas son piezas en el tablero. No adivina la derrota final. En una de las escenas culminantes, delante del cuerpo derrotado de Ricardo, se desliza un trencito de lata.
Eines pone su impronta también en el cierre. El final canónico consiste en una suerte de alegato por la paz de Richmond después de la muerte del rey Ricardo en la batalla de Bosworth. En la versión de Eines, el alegato está a cargo de la reina Margarita:
"La reina Margarita -explica el director- entra a trabajar parte del monólogo de Richmond y le agrego un desarrollo que la hace aterrizar con una violencia verbal sobre la realidad del ensayo, insultando, agrediendo a los espectadores, que son nazis que están mirando el ensayo. En ese momento le da un ataque al corazón y se muere. Hice un ajuste con textos de mi propia cosecha en ese momento final porque quería cerrar desde un punto de vista más cosmológico, esto es, la relación entre ese Ricardo III de hace muchos siglos y la realidad del campo de exterminio.
La reina Margarita muere, pero muere como judía. En la duplicidad de los personajes de esta puesta se juegan diversas muertes: “la muerte como arma del poder (Ricardo III) y la muerte como amenaza real, la muerte cotidiana en el lager”, apunta Eines. El personaje de la reina yace muerta, el ahora mero prisionero, poco antes Ricardo, la cubre con su saco. Avanza y se detiene en medio de la escena, se escucha un lamento mientras circula inexorablemente el tren de lata que preanuncia el trágico final de los protagonistas.
Apagón, el aplauso del público y el actor que protagoniza a Ricardo saluda discretamente. El resto del elenco no avanza a proscenio, los actores apenas si se inclinan desde sus rincones. Siguen sosteniendo a sus personajes. El clima es denso y grave. Los personajes estaban en escena cuando los espectadores ingresaron y siguen allí mientras el público se retira. Esto potencia particularmente un final que conmociona. Actores y público de duelo.
Coda Varias son las claves que interconectan los montajes de Himmelweg y Ricardo III de Jorge Eines: la contextualización en el nazismo, la puesta en abismo de lo teatral, la coexistencia de una doble realidad, los cruzamientos espaciales y temporales, la singular articulación de lenguajes discursivos y corporales, la relevancia de lo musical, la seducción del mal, la marca de lo siniestro, los trenes como signos que señalan el destino ineluctable de las víctimas, la economía de recursos que despliegan una polisemia de sentidos. Y, básicamente, un fuerte impacto en el espectador, que no puede sino ser afectado por este teatro.
Los prisioneros del campo de concentración redimensionan los crímenes de Ricardo III. Como se pregunta Judith Butler: “¿quién cuenta como humano?, ¿las vidas de quién cuentan como vidas?, ¿qué hace que una vida sea digna de llorarse?” (Butler 2003: 82).
Eines se apropia de las piezas teatrales y, al hacerlo, las multiplica. La borrosa imagen en el fondo del escenario, el callado Delegado de la Cruz Roja, deviene el punctum que dispara sentidos insospechados.
Como a ese personaje borroso, al espectador no le queda más remedio que evaluar la responsabilidad de toda una sociedad (y aun la propia) respecto de los crímenes de lesa humanidad.
Eines se vale de la reescritura de los clásicos a fin de que funcionen a modo de interpelación a la sociedad de su tiempo. Y lo logra. Valga este ejemplo: en una de las charlas públicas que compartimos con el director a propósito de la fingida aldea feliz de Camino del cielo, alguien del público apuntó: “Acá también se hizo algo así para la visita de la Comisión de Derechos Humanos”. La intervención desató un apasionado intercambio de opiniones.
Una vez más, nos atraviesan las verdades de la escena.
Di Lello, Lydia. "Shakespeare después de Auschwitz: la mirada del director argentino Jorge Eines". La revista del CCC [en línea]. Julio / Diciembre 2014, n° 21. [citado 2014-12-27]. Disponible en Internet: http://www.centrocultural.coop/revista/articulo/501/. ISSN 1851-3263.